Viviendo el enfado: el día a día con TND

Si tuviera que ponerle una emoción principal a nuestro día a día, sería el enfado. Con el TND, todo se convierte en un pulso, en una pequeña batalla. Salir a comprar, salir a dar un paseo, lavarse los dientes… cualquier cosa sencilla es motivo de pelea y de un “no quiero” constante. Muchas veces siento que mi hijo pasa más tiempo enfadado que contento, y no te voy a engañar: eso agota.

Hay días que me pregunto si es feliz. Si, detrás de tanto enfado, rabia y oposición, realmente disfruta de algo. Supongo que sí, que a su manera sí es feliz, aunque no lo exprese como otros niños. Pero, como madre, ese miedo siempre está ahí: ¿y si su condición le impide ser feliz? ¿Y si no disfruta de la vida como debería?

Y lo más duro es que el TND no se ve. No lleva una etiqueta, no tiene una marca en la piel. No hay muletas, ni yeso, ni fiebre. Y eso hace que incluso nosotros, en casa, a veces lo olvidemos. Y cuando lo olvidamos, lo juzgamos. Le regañamos. Nos frustramos. Porque parece que lo hace a propósito. Porque duele. Porque a veces lo que hace parece una provocación directa, como si quisiera hacernos daño.

Y no. No lo hace para herirme. No lo hace por molestar. No lo hace por fastidiar. Lo hace porque no puede evitarlo.Porque su trastorno se impone, se manifiesta y se apodera del momento.

Pero como no se ve, muchas veces reaccionamos como si no existiera. Como si fuese una cuestión de actitud o de educación. Y ahí es cuando aparece la culpa, esa que me parte en dos cada vez que le grito, que le castigo, que pierdo el control. Porque sé que no es justo. Porque es como si un niño que cojea se cayera y en lugar de ayudarle, le gritáramos por tropezar. Solo que su cojera se ve, y el TND y el TDAH no.

Por ejemplo, si tira el vaso de agua por no estarse quieto, lo primero que me sale es regañarle. Pero en realidad, él no lo hace a propósito. No puede evitarlo. Y aún así, yo grito. Porque estoy cansada. Porque soy humana. Pero después… después viene ese peso que se clava: la culpa de haberle exigido algo que su mente no le permite controlar.

Y si eso nos pasa a nosotros, que lo conocemos, que sabemos lo que hay… ¿cómo será fuera? En el colegio. En la calle. Con quien no entiende, con quien no sabe. Me rompe el corazón imaginar cuántas veces puede sentirse rechazado o incomprendido por algo que ni siquiera él entiende del todo.

Las emociones en casa son un gran trabajo pendiente. La empatía empieza por mí. Quiero ser su ejemplo, su refugio, su calma… pero cuesta. Cuesta muchísimo. Porque hay días en los que mantenerme serena me parece imposible. Porque hay momentos en los que siento que no puedo más. Y aun así, aquí sigo. Porque si yo me rindo, ¿quién va a estar para él?

Cuando está en plena oposición, si no es una rabieta muy fuerte, intento reconducirle hacia algo que le gusta, algo que sé que le resulta satisfactorio, para intentar sacarlo de ahí. A veces funciona y consigo que, aunque solo sea un ratito, olvide el enfado y vuelva a conectar con algo positivo. No siempre es fácil y hay días en los que nada parece funcionar, pero no dejo de intentarlo, porque esos pequeños momentos son los que nos salvan y nos dan un respiro a los dos.

A pesar de todo, sigo creyendo que, aunque no lo demuestre de la forma que me gustaría, mi hijo también es feliz a su manera. Tiene momentos de risa, de juego, de conexión, aunque duren poco o haya que buscarlos entre muchas dificultades. Aprendo a valorar esos pequeños instantes, porque son los que me dan fuerza para seguir adelante.

Y sobre todo, intento recordar que su enfado no es culpa mía ni de él. Es parte de su condición, no de su carácter. Y que, aunque muchas veces sienta que no sé cómo ayudarle, el hecho de estar ahí, de no rendirme, ya es el mayor acto de amor que puedo hacer por él.

Conexiones sociales y autoestima: el otro gran reto

Otra de las cosas que más nos cuesta en casa, y que muchas veces no se ve desde fuera, es todo lo relacionado con la conexión con otras personas y la autoestima. Con el TDAH y el TND, cada niño es un mundo: los hay que les cuesta mucho hacer amigos y otros que, como mi hijo, no tienen problema para acercarse a los demás… pero ahí no acaba la historia.

En el caso de mi hijo, no le cuesta hacer amigos, pero enseguida se agobia o se aísla. Es como si quisiera, pero a la vez no. Muchas veces quiere jugar, pero solo si es a lo que a él le gusta; le cuesta mucho ceder o adaptarse a juegos que no sean de su interés, y eso acaba generando conflictos o hace que prefiera estar solo. Suele intentar ser el que decide a qué se juega, y, aunque a veces encaja con los demás, muchas otras veces prefiere jugar con niños más pequeños que él. Creo que esto le hace sentirse más mayor, como si llevar la voz cantante le diera ese subidón de autoestima que tanto necesita. También intenta acercarse a grupos de amigos mayores, y ese pequeño momento de sentirse “uno más” le da un impulso, como si necesitara demostrar que es capaz, que puede encajar.

La autoestima es un tema delicado. En estos niños suele estar por los suelos, y es una de las cosas más importantes que, desde pequeños, tenemos que cuidar. En el caso de mi hijo, muchas veces me dice que no se ve bien, que siente que no sirve para nada, que no es capaz. Es algo que trabaja con la psicóloga en las sesiones y, sinceramente, es de lo que más me duele como madre. Ver que no confía en sí mismo, que se compara y siempre sale perdiendo… es durísimo.

Yo intento reforzar su autoestima cada vez que puedo. A veces basta con un halago por un pequeño logro o por un paso de independencia. Por ejemplo, el otro día se puso a limpiar el polvo de la casa y a hacer las camas; fue solo un día, pero le vi disfrutar porque se dio cuenta de que podía hacerlo él solo, sin ayuda. O cuando le dejo entrar solo a la panadería a comprar el pan y le espero en la puerta; esas cosas de “mayores” le hacen sentirse bien, le dan confianza en sí mismo y le hacen ver que es capaz.

Creo que en esto tenemos que poner mucho foco como padres y madres. No solo en acompañarles socialmente, sino en buscar todos los días alguna manera de reforzarles, de decirles lo que sí hacen bien, aunque sea lo más pequeño. Porque, aunque a veces no lo vean o no lo quieran escuchar, necesitan sentir que valen, que son capaces y que tienen cosas buenas, aunque sean diferentes.

Cerrando el círculo de las emociones

A lo largo de este camino, he aprendido que las emociones no son “buenas” ni “malas”, simplemente están ahí para decirnos algo. Hemos vivido rabietas, enfados, risas y momentos de frustración profunda. También ha habido lágrimas (suyas y mías), y muchas veces, abrazos silenciosos cuando ya no quedaban palabras.

Lo más importante ha sido aprender a validar lo que siente mi hijo, y también lo que siento yo como madre. Darle espacio a sus emociones sin juzgar, enseñarle que está bien sentirse triste, enfadado o desbordado, y mostrarle que juntos podemos encontrar calma otra vez.

Con el tiempo, he descubierto que la empatía, la paciencia y el amor son nuestras mejores herramientas. Que aunque a veces parece que retrocedemos, cada día aprendemos algo nuevo sobre nosotros mismos.

Si algo quiero que recuerdes de esta parte es que no estás solo. Sentir mucho es parte del viaje. Permitirte vivirlo y buscar ayuda cuando la necesitas, también es cuidarte a ti y a tu hijo.

Las emociones son nuestro faro y, aunque a veces nos hagan sentir perdidos, siempre nos llevan de vuelta al amor.

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